La mujer más hermosa de mundo no tenía ni la estatura, ni las medidas para presentarse a un concurso internacional, sin embargo ni el jurado más idóneo en la materia, podría dejar de otorgarle la corona, luego de adentrarse en la profundidad infinita de su mirada, enmarcada en un rostro pequeño surcado por caminos que solo supieron de dar sin medida.
De origen albanés, Agnes Gonxha Bojaxhiu, fue un capullo de flor para quienes tuvieron la alegría de compartir con ella, o estar bajo sus cuidados. De joven se enamoró intensamente de un ideal, de un hombre, al que abrazó hasta que consumió su vida en una relación de amor profundo y recíproco, como hay pocos.
A los 18 años se consagró cambiando su simbólico nombre de capullo “Gonxha”, por el de Teresa, debido a la admiración que profesaba por la niña de Lisieux, Patrona de los Misioneros. Si bien comenzó su labor como maestra en un convento de Loreto, las injusticias sociales, que no conocen de fronteras, la llevarían a descubrir otras necesidades que debían ser cubiertas y para las cuales no había voluntarios.
¿Quién se haría cargo de un marginado, un pobre, un leproso, un moribundo? Sólo el hedor que emana del cuerpo de un vagabundo, nos hace volver la mirada o cruzar la calle… Pero en ella había una diferencia, ella podía mirar de frente, abrazar, sentir y hacerse uno con quien lo necesitara. Donde todos veían un sin sentido, ella veía a Cristo, y ese milagro de amor infinito tenía por sí solo, el poder de transformarlo todo para ella.
¿Cómo podemos quedar indiferentes cuando un hombre, un ser humano, un reflejo de Dios está botado en medio en la calle?
Leí hace algunos veranos su increíble biografía, bajo el título de “Ven y sé mi Luz”. Fueron días en que todo me parecía tan vano, tan superfluo, comparado con una realidad concreta donde “Ser” tenía un sentido absolutamente profundo: morir a uno mismo, al yo, que nos hace tan poco humanos, para que viva en nosotros “Otro”, que es más y que nos transforma desde lo profundo, para poder Servir y así tener Vida, y de este modo, verdadera libertad… Pero, hay que dejarse transformar.
Teresa fue, no solo en Calcuta, un “lápiz de Dios”… un instrumento, que es lo más hermoso que se puede ser, dejarse, abandonarse, modelarse para ser útil. Ella escuchó a su Creador y por esa disposición personal, pudo hablar con Él y, revestida de esta Luz, es que pudo sostener a un leproso, levantar un caído con su pequeña figura o entrar en los agujeros en que vivían los más pobres entre los pobres.
Solo con Él, en Él y por Él, es que se puede lograr vivir en plenitud, dejándose modelar por amor, como barro en las manos del alfarero, para ser vasija que contenga el agua más fresca para saciar la sed de quienes lo necesiten. Tarea poco probable.
Me emocionó profundamente leer que durante toda su vida, día tras día, siendo luz en medio del dolor y la tristeza, Gonxha, no sintió nada, no podía sentir a Dios, pero siguió adelante con la certeza, con Fe, ya que si nos dejamos guiar solo por lo que sentimos, las cosas suelen ser perecederas.
Consecuente en todo, hecha una con Cristo, enfrentó duras críticas y oposiciones, pero siempre permaneció firme, de pie, decidida, porque no era ella quien vivía en sí, sino, hubiese sido imposible dar vida a una obra revolucionaria como las Misioneras de la Caridad, y absolutamente todo lo que eso significa en hechos concretos.
En 1997, luego de haber donado su vida sin la menor reserva, Gonxha se encontró cara a cara con su único y verdadero Amor, aquel que se había manifestado día a día, a lo largo de su imprescindible existencia, en el rostro de todos los moribundos, indigentes y marginados, como en el hombre que recogió en la basura, que lavó y tendió sobre una cama, y del cual escuchó decir:… “He vivido toda mi vida como un animal y hoy muero como un ser humano”.
Gonxha, la monja pequeñita y arrugada que siempre sonreía es un modelo de belleza a seguir… todos deberíamos ser “flechas lanzadas a la eternidad”.
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